21 de septiembre de 2012
Me desperté sudorosa y llena de temor como todos los días.
Jadeante a más no poder, me costaba tanto respirar que pensé en dejar de
hacerlo. Me desperté en la misma habitación oscura de siempre. Sin ningún
cambio a mí alrededor, todo estaba igual que la noche anterior. Oscura
habitación sin ventanas, tan blanca que daban ganas de apartar la vista cada
vez que se vislumbraba. Lo único que había en aquella habitación era una
desastrosa cama dura como la piedra con una colcha rota y una mesilla vieja y
resquebrajada con una lamparita encima. ¿La puerta? Totalmente hecha de metal
con una pequeña ranura a la altura de los ojos que se cerraba con candado por
fuera.
¿Por qué es así la habitación? No lo sé, quizás el gobierno
quiso que todas habitaciones de los manicomios tuvieran la misma lúgubre
decoración. Todo por no gastarme un puto duro más en acomodarlas algo más. Pero
que se le va a hacer, aquí sólo vienen las personas que necesitan ayuda de un
especialista. Un lugar en donde las familias dejan a sus familiares locos o con
problemas psicológicos para quitárselos de en medio para siempre. Ellos pagan
todos los meses y nos tienen aquí retenidos todo el tiempo que haga falta.
¿Sabéis cual debería de ser su función? Cuidarnos, darnos de
comer regularmente, tratarnos,… Las necesidades básicas resumiendo. ¿Por qué
digo deberían? Porque eso sólo lo hacen cuando hay alguna inspección de los
superiores o viene alguien de visita, algo que ocurre raramente. ¿Qué hacen de
verdad? Tenernos en condiciones nefastas, gritarnos, pegarnos, tratarnos como
si tuviéramos la peste,… Todas esas cosas que en la sociedad de hoy en día está
mal visto.
Para mí todo esto no es nuevo, siempre me han tratado así.
¿Por qué estoy aquí entonces? Como he dicho antes, las familias traen aquí a
sus ‘’seres queridos’’ para quitárselos de en medio. Pues yo, soy uno de esos
‘’seres queridos’’. La oveja negra de la familia que era diferente a los demás.
Una carga familiar que nunca debió de haber existido. Yo no estoy loca ni nada
parecido, algún día os contaré porque estoy aquí. Una de las primeras cosas que hice mal fue
nacer en una familia rica y muy dada a las apariencias. Ese tipo de familia que
son unos estirados y tienen sus casas decoradas como si fueran una revista de
decoración. Con jarrones caros y estatuas feas que nadie quiere tener en sus
casas pero que solo las tienen para alardear. Pues sí, mi casa era una de ellas
y seguramente ahora será aún peor ahora que yo ya no estoy por medio
desordenándolo todo.
Pero dejemos atrás todos esos recuerdos absurdos que a nadie
le interesan. Empecemos con lo que de verdad interesa. Esta es mi historia, y
‘’comienza’’ aquí.
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22 de septiembre de 2012
Son las 7:30 de la mañana, seguramente el Sol estará por
salir o ya ha salido. Estaba cansada, muy cansada. Desde muy pequeña había
tenido insomnio y dormía menos de 3 horas al día. Esa noche no había sido
distinta. Me levanté de la dura cama sin ganas de hacer nada. Como cada día,
los malditos enfermeros abrieron mi puerta para llévame al baño y hacer esas
cosas que se suelen hacer por la mañana.
-Venga, ya es muy tarde. ¡ARRIBA!- Me cogió bruscamente del
brazo y me sacó casi arrastras de mi inmunda habitación. Me llevó por el
pasillo hasta el baño y me empujó hacia dentro.- No tardes, hay más pacientes como
tú esperando.
Cerró la puerta dejando tras de sí un sonoro golpe. Me quedé
allí de pie durante unos instantes pensando en el porqué de mí situación. No lo
encontré. Me dirigí hacia el lavabo, abrí el grifo y me mojé un poco la cara.
Me miré al espejo esperando encontrar una respuesta. ‘’Como si los espejos
hablaran’’, pensé. El espejo estaba muy sucio, normal, nadie lo había limpiado
nunca. Levanté un poco la viste y me aparté el pelo de la cara.
Ojeras bien marcadas, palidez extrema y pelo alborotado y
sucio. Me desabroché la camisa, podía notar los huesos cada vez que tocaba mi
cuerpo. La poca nutrición me había dejado horrible. Casi se podían ver los
movimientos que hace el corazón al latir a través de la piel. Mi pelo negro
cayó por mi cara, casi parecía estar acartonado por la poca higiene que le
podía dar. Mis ojos estaban rojos, seguramente por el poco descanso que les
daba. Pero yo no tenía la culpa, este sitio si que tenía parte de la culpa.
Antes de entrar a este lugar, empecé a dormir unas dos horas más que de
costumbre. Lo agradecía de veras, pero al entrar, adiós, volví a dormir poco.
-Venga, ya es hora de salir de aquí. Te volveré a llevar a
tú habitación.- Salí del baño, no había mucho que ver en el manicomio. Las
paredes tenían azulejos rotos y sucios, el suelo daba asco y había algún bicho
suelto. Como digo, algo inhumano.
Llegué a la habitación y el enfermero me empujó dentro como
si nada. Al momento llegó otro que me entregó una camisa algo más limpia que la
que llevaba. Era blanca, como son la mayoría de las cosas por aquí, y abotonada
en el medio. También me dio mi ropa interior ‘’limpia’’ y unas medias negras.
Yo era la única que vestía así, dentro de lo que cabe me dejaban vestirme así.
Quizás mis padres habían pagado algo más de dinero para que no me vistieran
como a los demás. Hasta en el manicomio me ahogaban con las apariencias. Pero
en el fondo yo prefería vestir así, era más o menos como vestía en casa. En
bragas y con camisas anchas.
Las 8:15 de la mañana y todo estaba muy tranquilo. Tan
tranquilo que era algo raro, siempre se escapaba algún enfermo mental de su
habitación y aporreaba la puerta. Hoy parecía que no. Abrieron mi puerta, el
enfermero de antes estaba allí de nuevo.
-Levántate, hora de desayunar.- Me levanté con cuidado del
suelo sin casi fuerzas para andar después. Estaba algo mareada y sólo quería
tumbarme en la cama y morir. Una vez más, vuelta al pasillo asqueroso. Esta vez
andamos algo más. Llegamos al comedor donde estaban reunidos algunos de los
pacientes leves. Me senté donde siempre y esperé hasta que me trajeran el
desayuno. Una mini galleta y medio vaso de leche en lo que yo desayunaba todos
los días. A veces me quitaban la galleta si les daba el ramalazo. Nadie hablaba
con nadie, sólo el sonido de los fluorescentes encendiéndose y apagándose cada
cinco minutos.
Desayuno terminado, mi estómago no se había saciado del
todo. Nunca se saciaba con lo poco que me daban. Recogieron el vaso de mi
desayuno, me levanté y volví yo solita a mi habitación. No tenía por qué volver
a ella, después del desayuno podíamos hacer lo que quisiéramos, pero yo
prefería estar encerrada que ahí fuera. ¿Para qué salir a un patio sin hierba a
penas si puedo encerrarme en una mugrienta habitación?
Estaba llegando a mí habitación cuando algo me detuvo, había
una muñeca de trapo en el suelo. La cogí y escuché un pequeño ruidito. El ruido
venía de una niña pequeña que se escondía tras la puerta de la que sería ser su
habitación. Se la llevé amablemente con una sonrisa y se la ofrecí con cuidado.
Extendí mi mano poco a poco y ella se separó de la puerta. Me puse de rodillas
para que la pudiera coger mejor, la pequeña alcanzó mi mano y aferró
fuertemente a la muñeca.
-Gr… gracias.- Me dio un pequeño abrazo y se fue de nuevo a
su habitación. Me sirvió para comprender que no todo es oscuro en una cueva,
que siempre queda algo de luz al final del túnel.
Cerré la puerta al entrar a mi habitación. De todas las que
había en aquel lugar, era la más limpia de todas. Yo misma me encargaba de eso todas
las semanas. Me rompía un trozo de camisa y cuando iba al baño por las mañanas
lo mojaba. Cuando llegaba a la habitación, limpiaba un poco el suelo y los
azulejos de la pared. De ahí que me tuvieran que dar una camisa nueva todas las
semanas. ¿Las sabanas y la colcha? Creo que lo cambiaban cada tres o cuatro
meses, dependiendo del estado de humor de los enfermeros.
Llevaba aquí desde hacía cuatro años, ahora tengo 18 años y
aquí sigo, sin ninguna posibilidad remota en salir de aquí. Sí, llevar aquí desde
los 14 años es un gran palo pero peor aún es que el día en el que entré todavía
tenía 13. Al día siguiente de empezar mi reclusión, cumplí mis 14. Así que, si
estáis pensando en decirme que vuestra vida es una mierda, pensad en todo lo
que he pasado yo en esta cárcel. Desde ese momento he deseado que todo esto
acabara de una maldita vez, pero parece que el maldito día se resiste en
llegar. Mientras tanto, cuento los días.
Me quedé en una de las esquinas de la habitación, sentada y
pensando en mis cosas. Entre tanto, eran las 14.30, la hora de comer en este
asqueroso lugar. A la hora de la comida no iban a buscarte. Si no ibas a comer,
mejor para ellos, así no tenían que hacer comida para la cena. Me levanté del
rincón y me fui hacia el comedor. Me volví a sentar en sitio y esperé hasta que
me trajeron la comida. Menuda rutina, todos los santos días en este inmundo
lugar eran así.
-¡NO! Dejadme en paz, dejadme en paz.- Uno de los pacientes
que estaban peor entró en la sala.- ¡QUIERO IRME DE AQUÍ, QUIERO IRME DE AQUÍ!
Ni se os ocurra tocarme.
-¡Cállese ya Sr. Helyer!- El enfermero le arreó un bofetón
dejando casi en el suelo al pobre enfermo. El Sr. Helyer casi nunca daba
guerra, sólo si le daba un brote psicológico.
-Dejadme, dejadme.
-Será mejor que le llevemos a la sala 22B.- Un segundo
enfermero ayudó a llevarlo. Cuando lo sacaron de allí, se hizo un gran
silencio. Sólo había dos opciones: volver o quedarte allí y no volver. Eran
solo teorías que pululaban por el manicomio. Teorías que cada vez parecían más
verosímiles. Todos sabíamos lo que era la sala 22B, todos sabíamos que había
allí. Todos al llegar a este psiquiátrico pasamos por allí primero.
La sala 22B era la sala de los electroshocks, o eso era al
menos lo que nos hacían creer. Cuando yo entré allí, fue lo primero que vi. Una
gran máquina rodeada de cables, una silla y un medicucho de tres al cuarto. Me
senté en la silla y note que tenía sangre reseca. Hasta el momento, nadie del
manicomio que ha vuelto de la sala ha sangrado cuando se le aplicaban los
electroshocks. Aparte de la sangre en la silla, los instrumentos también tenían
sangre. Lo que decía, dos opciones: o vas allí para morir o vas allí para que
te apliquen electroshocks. Y por la pinta y la cara de los enfermeros, el Sr.
Helyer había ido para morir y no volver. Uno menos en este inmundo lugar.
30 de septiembre de 2012
Pasaron los días y en efecto, el Sr. Helyer no volvió a
aparecer por allí. Nadie quiso explicaciones y nadie las iba a dar.